Es extraordinaria y magnífica la iniciativa de Cristián Geisse de promover la reedición de las obras fundamentales de Alfonso Alcalde y aun más notable que haya fructificado en estos tres robustos volúmenes, con el sello de la editorial Altazor, que aparecen gracias al respaldo del Consejo Nacional del Libro y la Lectura. Hoy hemos venido, más que a presentarlos a celebrar su significado: con ellos Alcalde ha resucitado. ¡Aleluya! Se trata de uno de los escritores chilenos fundamentales del siglo XX y, como suele suceder con los que actuaron y publicaron antes del golpe militar de 1973, es hoy vastamente ignorado y pocos lo recuerdan, fuera de algunos críticos especializados. La aparición de “El panorama ante nosotros,” “La consagración de la pobreza” y “Cuentos reunidos” es un gran acontecimiento literario y cultural.
Alfonso Alcalde descansa (es un decir) en una de las últimas tumbas en lo alto del cementerio de Tomé, al borde del acantilado. “En el invierno las olas invaden los acantilados, hacen temblar las piedras con sus lenguas y golpes y tanto cavan, tanto se estrellan que corroen por fin la raíz de los muertos y los ataúdes se precipitan guardabajo con un chasquido de espumas, huesos, cruces y aguas mezcladas”. Esto lo escribió en su cuento “Matar a Pérez”.
Hacia fines de los años 40 llegaban a Santiago los poetas-titiriteros- periodistas de Concepción. Llegaban aventados por la cesantía y la represión de González Videla, con los zapatos rotos, con sueños y proyectos prodigiosos y una manera desaforada de beber que algunos santiaguinos miopes (no menos sedientos), atribuíamos al clima húmedo y al paisaje de Concepción, sin entender que aquella sed tenía un origen existencial y metafísico. Otros penquistas habían llegado antes a estudiar en la universidad o a ganarse la vida de algún modo y pasaban hambre en pensiones de mala muerte.
Cuando Alfonso Alcalde (que no era penquista de nación pero llegó a serlo), apareció una tarde por la librería Nascimento, donde oficiaba como maestro de ceremonias el escritor Joaquín Gutiérrez, era muy pálido y parecía muy pobre. No usaba bigote ni barba como en otras etapas de su vida. Tenía veinticinco años de edad y unas doce biografías. Había vivido más que todos, de ayudante de envigador de minas de estaño en Oruro, linyera por los caminos y la red ferroviaria argentina, libretista de radio en Tucumán, Concepción y Talcahuano, vendedor de ataúdes, nochero en hotel parejero, cronista estrella en el diario Clarín de Buenos Aires y en la revista Ercilla de Santiago, funcionario de prensa del gobierno boliviano en La Paz, ahumador de pescado en las cercanías de Tomé, control en la radio Almirante Latorre (Almirante Los Tarros) de Concepción y etc., etc., etc. En esta enumeración hay anacronismos: cuando lo conocí, en 1946, no había pasado todavía por todas las ocupaciones mencionadas pero a la distancia de 60 años, poco importa.
Bajo el brazo traía un mamotreto enmarañado de manuscritos inéditos, que aumentaba sin cesar, y una carga inverosimil de experiencias atroces y magníficas que relataba en medio de violentas carcajadas coreadas por los presentes: más negras las calamidades, más violentas las carcajadas. En el fondo de su carácter había una ternura doliente, una manera de compartir los dolores humanos y de empinarse por sobre las desventuras propias y ajenas, en especial las de los más desamparados de la tierra, riéndose de ellas (de las desventuras) sin menospreciar jamás a quienes las sufren. Ese fondo se manifestaba en su voz, en una especie de leve timbre quejumbroso, pariente de los cantos hebreos de muerte, los cantos hassídicos, y ese tono se percibía en su literatura incluso en sus relatos verbales más cómicos. Como sus experiencias eran inagotables, al igual que su fantasía, estar con él, al calor de unas copas de vino, era una fiesta perpetua. Uno se reía de tal manera que al final terminaba llorando. Cosa que también ocurre con sus cuentos.
Creo que fui uno de los primeros lectores de su primer libro, “Balada para la ciudad muerta”, con prólogo de Pablo Neruda y dibujos de Julio Escámez. Una bella edición, tamaño 16, papel blanco exquisito, levemente rugoso, y una de las estupendas tipografías antiguas de Nascimento. Perdí mi ejemplar, como he perdido sucesivas bibliotecas y lo lamento hasta hoy, lo lamentaré siempre, porque la edición, casi íntegra, fue incinerada por el autor en un ataque inexplicable de autocrítica. Ni siquiera Ceidy*, su mujer más durable, tenía un ejemplar completo de esta obra y me temo que no se encuentre en la Biblioteca Nacional, ni en la de Concepción. Gracias a ella (Ceidy) tengo una fotocopia del prólogo de Neruda, que se lee como un poema:
Para Alfonso Alcalde
Quién los llama?
de los bosques
de una lluvia más otra de todas
las arenas
llegan poetas
dejando un rastro de platino
quemado
una pequeña huella de zapatos perdidos
en la arcilla subterránea
Tú Alfonso de las
ciudades marinas traes
humo y lluvia en tus manos
y sabes tejer el hilo fresco y frío
de la profundidad matutina
Tú como otros de pronto
acudes desde el honor de la selva, o
perdido, entre las casas de madera
mojada
en el silencio
enarenado
tomas el tren o el aire
y aquí está tu sombrero tembloroso,
el espacio
de las nuevas raíces.
Te saludo.
Pablo Neruda
Mayo 1997
No se sabe si Neruda puso 1997 saltando 50 años hacia adelante en un error rarísimo o si sólo cerró el 4 de 1947 hasta dejarlo idéntico al 9. Este poema-prólogo apareció en facsímil, manuscrito, en aquella edición. Al lado venía el texto en tipografía. Pero los editores cometieron un error cómico: no pusieron punto después de la frase final “Te saludo” y cambiaron la última letra. Y resultó entonces “Te saluda / Pablo Neruda”. Esta rima ridícula hizo rabiar al poeta.
En 1946, el año que lo conocí, Alfonso enfermó de tuberculosis, según nos cuenta Cristián Geisse en su maravilloso prólogo de “El panorama ante nosotros”, y durante un año meditó sobre sus experiencias. Debo decir que nunca supe de este hecho y me pregunto cómo sobrevivió. Es probable que haya ido a parar al famoso sanatorio de San José de Maipo, por donde pasaron no pocos artistas ilustres. Recuerdo ahora a José Venturelli. En aquellos tiempos, sin Isapres ni plan Auge, los indigentes y los escritores podían recurrir a los hospitales, sin necesidad de dejar un cheque en garantía, y eran atendidos de alguna manera.
¿Era un bohemio Alfonso Alcalde? No podría decirlo exactamente. La trasnochada sin límites, que compartía con sus cofrades –Julio Escámez, Raúl Iturra, Pancho Rodríguez y otros– obedecía a una circunstancia material: carencia de alojamiento. Según sus palabras, cuando trabajó como nochero en un hotel parejero de Concepción pasaba allí las noches de lunes a viernes y dormía los sábados y domingos en un banco, en el cerro Caracol.
Alfonso compartía y disfrutaba más que ninguno de la charla incandescente de aquellos amigos y claro que se tomaba sus vasos de vino. Pero muy raras veces, o nunca, lo vi mostrando los efectos del trago, que se ha tragado a tantos de los mejores creadores nacionales, a pesar que él mismo dice que pasó un período en que “vivía borracho todo el día”. La verdad es que lo conocí siempre lúcido y bastante más moderado en el beber que varios de sus amigos. Lo cierto es que poseía una disciplina y una capacidad de trabajo excepcionales.
Nunca le faltaron pegas como periodista, aunque la remuneración siempre era escasa, cuando no mísera. Era un trabajador frenético y brillante, las ideas le iban brotando “como agua del manantial” (Martín Fierro). Elaboraba proyectos de reportajes colosales que formulaba con elocuencia poética. No siempre llegaba a terminarlos, sobre todo por falta de recursos económicos. A veces por descorazonamiento. Tuvo éxitos espectaculares, como el de su reportaje “Vivir o morir”, sobre los uruguayos que sobrevivieron en la Cordillera devorando los restos de sus semejantes: tres ediciones agotadas de 40 mil ejemplares cada una. Luego hizo una nueva versión del mismo tema titulada “Vengo de un avión que cayó en la Cordillera”.
Para la editorial Quimantú, el más hermoso proyecto cultural de la Unidad Popular, ideó, dirigió y llevó a la práctica la famosa serie de reportajes “Nosotros los chilenos”, escritos por talentosos escritores y periodistas. Aquellos reportajes –La Frontera, Chiloé archipiélago mágico, La mujer chilena, El boxeo, Cuando Chile cumplió 100 años, Minerales chilenos, Los terremotos chilenos, Pintura social en Chile, El movimiento obrero, Las picadas, y la subserie “Así trabajo yo”, con preciosas estampas de los estibadores, los suplementeros, los ovejeros de Punta Arenas, los ascensoristas de Valparaíso, los balleneros de Quintay, los camaroneros, los chinchorreros, los buzos, los navegantes– constituyen una imagen rica, abigarrada, diversa y auténtica de este país y de su gente popular, que fueron los grandes amores de Alcalde.
En una entrevista concedida en 1992, el año de su muerte, a la periodista Anamaría Maack y publicada en el diario El Sur de Concepción, se lee que fue autor de “más de cinco mil reportajes”. La frase no está entre comillas, pero me parece evidente que fue él mismo quien dio esa cifra. Como tantas otras cosas suyas, que son parte de su estilo, es un poquillo exagerada. Si calculamos un reportaje a la semana habría necesitado 100 años para llegar a esa cantidad. Por otra parte, al evocar su elefantiásica capacidad de trabajo, pienso que tal vez no esté muy lejos de la realidad.
Lo que ganaba, dice, le servía “para comprar tiempo, tiempo para escribir”. Como escritor ganó premios y obtuvo reconocimientos prestigiosos. Elogiaron sus obras Neruda, Pablo de Rokha, Carlos Droguett, Gonzalo Rojas, José Donoso, Alone, Jaime Concha, Ignacio Valente.
La estadística de sus libros registra 29 publicados durante su vida. Pero siguen saliendo otros y todavía quedan muchos inéditos. Algunos de ellos fueron publicados después de su muerte por su viuda Ceidy Ushinsky.
Yo creía conocer, si no todos sus libros, la mayoría de ellos. Pero, al releer algunos, experimento siempre una sensación de descubrimiento y alumbramiento y disfruto de esa lectura como de una novedad absoluta. Del volumen “Algo que decir”, lanzado por Editorial Cuarto Propio con el apoyo del Consejo Nacional del Libro y la Lectura, yo conocía sus medallones sobre “Gente de carne y hueso” y, por gentileza de Ceidy, a quien nombro aquí por tercera vez, algo inevitable cuando se habla de Alfonso, había leído en originales su “Sacristía de los ángeles eróticos o 114 cuentecillos de mala muerte”, ejemplo magistral de la ligereza de su estilo, de su capacidad de invención y del chisporroteo de humor surrealista y trágico que lo caracterizan. Desconocía, en cambio, su novela “Puertas adentro”, la primera que escribió, cuya edición uruguaya nunca circuló en Chile. Es una obra singular, un alarde de imaginación y de impostaciones de voces diversas, que a ratos da la impresión de haber sido escrita en un arranque, de un solo tirón. Es Alcalde en su vena más dislocada, es la apoteosis del disparate, de la invención poética, de la crítica social más corrosiva y feroz de todos los mitos de “puertas adentro”, a partir de la mirada de rayos X de Auristela, la empleada doméstica que dio muerte a su legítimo marido y después regaló los hijos que eran “Carne de su Carne” (con mayúsculas en el original). Es un folletín en 39 entregas, en torno a las peripecias e infinitas sordideces de la vida familiar, en el que se enhebran numerosos episodios sorprendentes y tan cómicos que producen ataques de hilaridad, con dolor de costado incluido. Casi todos se basan en las experiencias vividas por el autor. Cito, por ejemplo, este lamento del vendedor de urnas funerarias, una de sus ocupaciones, lamento que, a poco andar, se transfigura en chacota:
“este mes me moriré de hambre por falta de muertos ¿qué pasa en este mundo? ¿por qué el destino es tan artero? podría decir el vendedor cuando hay que afinar la puntería inspirado por la desesperación, salir al mundo y auscultar los rostros, uno por uno descubrir la desgracia donde se está produciendo, ¿aló? alguien que muera para que yo lleve mi pedazo de pan a la casa aunque cada fin de mes se produce la discusión, no tienen escrúpulos los empresarios fúnebres, me quitan rayas, sería necesario poco menos que cada difunto firmara la papeleta, no hay ética y cada día la competencia aumenta el número de sus dateros, somos espías entre espías, desde que salgo de la casa alguien viene encima de mis pasos, se esconde detrás de un árbol, caminando en puntillas, ¿quién morirá de los dos primeros?; hay que husmear en las iglesias o cuando la amante le pasa el soplo y entonces el caballero si es amigo le entrega a uno la información ¿aló? cayó otro, las arsenaleras cuentan la firme aunque después hay que salir con ella y la empresa no paga gastos de representación ni relaciones públicas, los médicos datean siempre que vayan en la parada, sí, en realidad un muerto produce bastante, siempre que se lo sepa trabajar desde el primer momento hasta que lo remachan; ocurre que la codicia rompe el saco y entonces un día me dijeron que si me prestaba para ir de co-piloto que era un verdadero ascenso con 1,2 por ciento más, los industriales habían descubierto que era mejor enterrar los difuntos fuera de la provincia, bajaban los impuestos, los recargos, todo consistía en instalar al difunto en un auto y vestirlo y pintarle un poco de rojo las mejillas y las cejas con tizne y salir abrazados con él y burlar a la policía hasta llegar al lugar de destino. Yo me entusiasmé con la posibilidad de ampliar el negocio y trasladé no menos de 45 cadáveres, abrazado con ellos, familiar, fumando, mientras el chofer parecía un fantasma con la visera casi debajo de los ojos y yo tan orondo, hablando con el difunto, buscándole conversa para no aburrirnos y cuando la policía nos obligaba a parar, hasta cambiaba la voz para que el muerto hablara y le movía con un hilo la boca y decía “Ja, ja, ja, claro, claro”, un poco, eso sí acartonado, seco y monótono, y llegábamos al paradero final muy contentos para ponerlo en su ataúd de verdad y la empresa se llevaba la parte del león hasta que me fui enfermando de los nervios. Me parecía que cada dos de tres difuntos hablaban, dale que dale como si nada hubiera ocurrido, mundanos, entusiastas, sin tener mucha conciencia de que ya se habían ido para el otro lado y les gustaba entrar en confianza con su media lengua, contar su vida privada, exigiendo que el chofer detuviera el vehículo para orinar bajo la sombra de algún árbol…” etc.
Alfonso Alcalde trató de la muerte en todos los tonos imaginables, más a menudo como tragicomedia. En su enorme obra poética “El panorama ante nosotros”, la muerte aparece o es evocada en una decena de los títulos de los poemas, pero las alusiones a ella son persistentes. “El Flash de los ahorcados” anticipó exactamente una manera de morir: la suya. Vivió siempre de manera inestable y precaria, acumulando páginas y páginas. Su proyecto inconmensurable, insensato y grandioso fue llegar a la obra total, al registro de todas las posibilidades de la comedia y la tragedia humanas y de todas las formas de expresión en prosa y verso como testimonio de su vida y otras vidas en un solo megatexto. La llamó al principio “El panorama ante nosotros”, título que finalmente dejó para su obra en verso. Más tarde decidió que debía llamarse “La consagración de la pobreza”, pero en definitiva, este segundo título lo dejó para su teatro, concentrado, muy a su estilo, en una sola pieza dramática, cuya representación completa tomaría 36 horas continuadas. Su plan era que todo, todo, todo, poemas, cuentos, reportajes, dramas y comedias, todos los escritos salidos de su pluma y hasta los collages a los que se dedicó también, estuvieran incorporados orgánicamente en su obra única y total.
Un día de 1992, cansado y solo, sintió la angustia de la ceguera que lo rondaba y pensó, tal vez, que su cabeza ya no era la de antes. Recordó, quizás, a suicidas que le fueron muy cercanos, como Pablo de Rokha, Violeta Parra y Críspulo Gándara. Habla de los tres en su “Gente de carne y hueso”. Acabó con su vida colgándose en la pieza mísera que arrendaba, en Tomé.
Ocupa una de las últimas tumbas del cementerio de Tomé, al borde del acantilado. El mismo escribió: “En el invierno las olas invaden los acantilados, hacen temblar las piedras con sus lenguas y golpes y tanto cavan, tanto se estrellan que corroen por fin la raíz de los muertos y los ataúdes se precipitan guardabajo con un chasquido de espumas, huesos, cruces y aguas mezcladas”.
Los informes del tiempo hablan siempre en el invierno, de vientos huracanados y lluvias torrenciales en el sur. Desde aquí podemos sentir las ráfagas de lluvia incesante que asaltan las tumbas del cementerio de Tomé, el agua tenaz que empapa la tierra, socava las raíces, afloja las piedras. No debería extrañarnos que uno de estos días el ataúd de Alfonso descienda dando tumbos por la empinada pendiente hasta el mar y se vaya navegando 16 millas, hasta la isla Quiriquina, imaginando por el camino nuevas historias del Salustio, el Trúbico, Estubigia, el auriga Tristán Cardenilla y otros de sus entrañables personajes.
* Ceidy Ushinsky, secretaria dactilógrafa, musa, agente literaria, esposa, madre de dos de sus hijos, viuda y albacea, murió en 2002.
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