La constelación del punto de fuga. El imaginario porteño y la minoridad


Resumen: En el presenta artículo se pretende instalar una propuesta de lectura, a partir de la dimensión de lo «imaginario», de tres novelas chilenas de mediados del siglo XX, y que las leeremos desde la categoría de la «minoridad». Esto nos permitirá articular una manera de mirar la construcción imaginaria de lo porteño desde la noción de «constelación del punto de fuga».
Palabras clave: Minoridad, crítica literaria, filosofía.


The Constellation of the Vanishing Point.
The imaginary of Valparaíso and Minority


Abstract:The present article aspires to install a reading proposal, from the category of what is “imaginary”, from the analysis of three Chilean novels of the mid twentieth century, which have been catalogued as peripheral. Through these novels, a way of imaginary representation of Valparaiso is read, as a place opened to multiple representations, connected with the marginalized social segments that supposedly see in it the imaginary space, an exit to the facticity of the reality that they live. This will allow us to articulate a way to look at the construction of an “imaginary from Valparaiso” from a point of view situated in the notion of “constellation of the vanishing point”. All this at the same time that social subjects have been left aside of the official discourse of the Chilean state-nation..
Keywords: Minority, Literary Criticism, Philosophy



Introducción


Para poder instalar la idea de una «constelación»1 interpretativa que nos permita poder hacer un acercamiento a una noción de «lo porteño» como manifestación de una literatura regional, apelaremos al concepto de «minoridad», en el entendido de que esta categoría es una que está en constante conformación y cambio y que responde a los movimientos internos de un pueblo y de una lengua en su devenir constitutivo y constituyente. En este sentido, cuando pensamos esta condición de «minoridad», lo hacemos, siguiendo a Deleuze y Guattari, para quienes en ella no se trataría de encontrar la unidad constitutiva de algo, y mucho menos de ligar esa supuesta unidad con una palabra fundante u originaria, sino, más bien, tiene que ver con la aceptación de que “no hay un yo que se identifica con razas, pueblos, personas, sobre una escena de la representación, sino nombres propios que identifican razas, pueblos y personas con umbrales, regiones o efectos en una producción de cantidades intensivas” (Deleuze y Guattari, 2008: 92). Vale decir, es de un devenir intensivo, un ir hacia los límites de lo decible y traspasarlos, de una lengua, hegemónica y dominante, que otorga todos los significados y los significantes a un sujeto situado en ella. Desde esta situación de minoridad de una lengua, la literatura que se haga en ella y desde ella, “no es la literatura de un idioma menor, sino la literatura que una minoría hace dentro de una lengua mayor” (Deleuze y Guattari, 1990: 28), en el sentido de hacer que ésta sea llevada a un coeficiente de desterritorialización implícito en ella misma 2.


Esta condición de minoridad de una lengua y de la literatura que se pueda producir desde ella, radica en que ésta se constituye desde una constante doble imposibilidad: imposibilidad de escribir, según los cánones establecidos por una cierta «academia», pero, al mismo tiempo, imposibilidad de no escribir, de dejar un registro, un rastro, una huella que dé cuenta de lo que le está aconteciendo a un sujeto, a un cuerpo, a un «pueblo» en proceso de constitución. A partir de esta categoría, establecemos una relación con la idea de una literatura regional como una posibilidad de pensar a la llamada «literatura nacional» fuera del canon oficial que establece una tachadura de las diferencias posibles de encontrar en la producción local, pues, en la literatura menor;


su espacio reducido hace que cada problema individual se conecte de inmediato con la política. El problema individual se vuelve entonces tanto más necesario, indispensable, agrandado en el microscopio, cuanto que es un problema muy distinto en el que se remueve en su interior (Deleuze y Guattari, 1990: 29).


Para ello, la categorización de «literatura menor», entendida como la manifestación de las enunciaciones colectivas que emergen desde el seno del uso de la lengua mayor o dominante, lengua que es la que dicta cátedra desde los centros de producción, re-producción y difusión del saber oficial que está a la base de la construcción de la idea de «nación», nos servirá como dispositivo analítico subyacente a la lectura de los textos trabajados. La literatura menor se constituiría, entonces, a contrapelo de la literatura «oficial», y en el seno de una lengua mayor, como una manifestación de las resistencias a los modos de subjetivación que se propician y promueven desde una posición hegemónica determinada. Un devenir intensivo y político de la lengua más allá de las simbolizaciones, de las significaciones y de los significantes que se le puedan atribuir.


Para esto, postulamos, se requiere determinar las modalidades de la presencia del imaginario «geocultural» en la producción de escritores ligados a espacios locales, situación que ha quedado incorporada marginalmente en el canon de la literatura «nacional», con todo lo problemático que esto tiene, construido en el marco más o menos explícito de un proyecto de nación que, como es bien sabido, tiene sus raíces en una racionalidad ilustrada y romántica que lleva a cabo el proceso de incorporación a la modernidad no sin subrepticios y enconados pleitos por el poder simbólico legitimador, correlativo a la unificación homogeneizadora que continuaba el centralismo colonial.


Hemos considerado trabajar con tres novelas pertenecientes a lo que se ha llamado literatura marginal o «literatura de bajo fondo»3 chilena. Novelas que hacen referencia a Valparaíso, pero desde una lejanía que les permite imaginar el espacio de «lo porteño» como una posibilidad de salir de la dura facticidad de la realidad que les ha tocado vivir. A partir de estos textos y su entrecruzamiento queremos delinear los puntos de referencia de lo que denominaremos «la constelación del punto de fuga».


La categoría de «marginal» que le adjudicamos a estos textos tiene más que ver con una manera de leerlos que con una condición de exclusión, negación o invisibilización de los mismos, puesto que:


Lo único que permite definir la literatura popular, la literatura marginal, etcétera, es la posibilidad de instaurar desde dentro un ejercicio menor de una lengua incluso, mayor. Sólo a este precio es como la literatura se vuelve verdaderamente máquina colectiva de expresión, y adquiere la aptitud para tratar, para arrastrar los contenidos. (Deleuze y Guattari, 1990: 32)


El punto de vista que adoptaremos para analizar y entrelazar las novelas seleccionadas será el de un individuo que mira el espacio porteño desde una distancia, desde un afuera, pero que está ligado, de una u otra manera a su existencia. No se trata de una nostalgia subjetiva, ni de una relación melancólica o de una añoranza superflua; esta relación con el espacio porteño es un elemento constitutivo del imaginario al que este individuo está adscrito. En ese sentido, los personajes de estas novelas no son «simbólicos», no traen otra cosa a presencia, ni están en lugar de algo otro: ellos pasan, vagabundean, devienen;


se produce aquí la transformación de un tiempo específico (‘modernidad’, ‘progreso’, ‘Occidente’) en múltiples espacios y tempos a medida que la brecha entre mundos se negocia y las historias se destilan de un sentido de lugar y de residencia específico (Chambers, 1994: 25).


Novelas, entonces, más de espacios marginales y marginalizados, ya sean abiertos (mar, valles, la cordillera y su infinita blancura) o cerrados (barrio, cárcel, conventillo, oficina) que de tiempo, memoria o recuerdos. Texto que se estructura a partir de la grafía de la página como un movimiento –escribir es viajar de otro modo– en el cual la memoria se plasma como viaje; memoria del espacio más que del tiempo, fuga constante de los cuerpos que recorren un espacio que cada vez se les enajena más y más.


De alguna manera en estos textos, de los cuales las novelas seleccionadas no son más que unos ejemplares que no agotan la especie, índice de este devenir intensivo del que hablábamos, se hace patente, siguiendo a Castoriadis, la condición de arbitrariedad de toda normatividad establecida:


En el caso de la sociedad, por más que la mayor parte de las ‘finalidades’ que observamos en ella estén evidentemente gobernadas por una especie de principio de ‘conservación’, esa ‘conservación’ es en definitiva conservación de ‘atributos arbitrarios’ y específicos de cada sociedad: sus significaciones imaginarias sociales. (Castoriadis, 2005: 70)


Queda claro, entonces, que no son tampoco un espejo de lo real, de lo que pasa. Sino más bien, escritura que «pasa» ella misma, que recorre el espacio de la página, recorriendo, a su vez, el espacio imaginario y el espacio de la interioridad subjetiva. Devenir sin tiempo, sin meta y sin finalidad, en donde se encuentran los individuos como extraños en una misma condición existencial. Vagabundear de los cuerpos de barrio en barrio, de ciudad en ciudad, desplazamiento por entre las fisuras de la urbe, un modo de dejar en evidencia que “a través de los múltiples mundos de la ciudad moderna, también nosotros nos convertimos en nómades a lo largo de una migración que cruza un sistema demasiado extenso para pertenecernos, pero en el que estamos plenamente involucrados.” (Chambers, 1994: 30). Una forma de errar por el mundo, que es un errar en el espacio de la urbe latinoamericana.


Chicago chico o el punto de fuga como grieta de la vida


En la novela Chicago chico del año 1962, nos enfrentamos al mundillo de los bares, salones de bailes y prostíbulos de la bohemia santiaguina. Lugares pletóricos de desenfreno, música y cargados de eroticidad. Mundo en el que se entremezclan los funcionarios públicos, jóvenes de la clase alta en busca de emociones fuertes junto con hampones y vividores, mujeres entregadas al devenir del comercio de la carne, hombres sometidos a un ritmo de vida ajeno a la decencia y moralidad pequeño-burguesa, garitos en donde todo es una constante fiesta y en el que las mafias locales, las «cáfilas hamponas», controlan todos los movimientos. Devenir de seres sumergidos en un desenfreno en el que los sentimientos quedan a merced de las pasiones y sin freno moral. Vívido relato del submundo del hampa santiaguina en el barrio Franklin y sus alrededores, submundo que vivenció el autor en carne propia, en su condición de funcionario de Carabineros, o «paco».


En este libro, al decir de Ricardo Latcham “se exhibe un panorama desconocido por la gente ordinaria y burguesa” (Méndez Carrasco, 1992: solapa), una galería de personajes amorales, siniestros, no exentos de simpatía, que “agotan hasta las heces la amargura de carecer de una sólida educación, de moral y de alicientes para vivir de manera honorable” (Silva Castro, 1961: 334). Vale la pena señalar que el libro más importante de Méndez Carrasco es Mundo Herido, novela que transcurre en el Valparaíso anterior al año treinta en el Cerro la Cruz, de donde él es originario, la que relata el poblamiento del cerro, la miseria y la casi salvaje vida de los niños que allí crecían.


Quizás es por eso que «Olga», la prostituta de «La Buenos Aires» y de la «Follies Bergere», los garitos en donde acontece parte de la acción narrativa, después de haber sido «pringada», desaparezca de los prostíbulos del barrio Franklin y venga a terminar sus días en la ya desaparecida Caleta Jaime de Valparaíso. Al saber esto, el Chicoco Escudero queda en un estado de paralogismo:


Giré sobre mis pasos y me enfrenté a una prostituta joven, rubia teñida, de ojos penetrantes, de falda atrevida, de pasitos cortos, un poco torpes. Debí inspirarle compasión.
— ¡Ah ¿Eres tú?
— Me reconoció.
— El amor de Olga. ¿Verdad?
El mismo.
— Olga se fue al puerto. Aquí ya no podía trabajar.
La mujer adivinaba mis pensamientos. Le dí (sic) las gracias, abrazándola como si fuéramos viejos amigos y me lancé a vagar por las céntricas calles santiaguinas. Méndez Carrasco, 1992: 36)


Es en este contexto en que el espacio del puerto aparece con un doble carácter. Un lugar escatológico, donde los desechos sociales, aquéllos que son marginados del margen, van a terminar sus días4 . Además, aparece como un punto de fuga en el que es posible salir de una condición de subordinación y sometimiento, pero sin ningún índice de liberación ni de redención, una manera de coger un “real intensivo tal como es producido en la coextensión de la naturaleza y la historia” (Deleuze y Guattari, 2008: 93): una pura intensidad de la vida asumida en su potencia aniquilante.


Pero aquí cabe señalar que no se trata del «puerto» como tal, sino más bien de la «ciudad». Es éste un conflicto constitutivo, originario de todo puerto, una dialéctica negativa entre el «puerto» y la «ciudad»5 . La ciudad se constituye de espaldas al puerto, el puerto sólo puede acontecer negando la ciudad. Pero ambos están contiguos y próximos, superpuestos pero ajenos uno del otro, y en lo que sigue del relato, el mar se manifiesta como una ausencia presente.


El recuerdo de la prostituta obnubila el pensamiento del Chicoco Escudero; “Hice un retrato de la prostituta errante; con su mirada baja, tratando de atraer incautos en las vecindades de la Universidad de Chile y en la calle San Antonio. La partida de Olga a Valparaíso me había congestionado.” (Méndez Carrasco, 1992: 63) De alguna manera a determinar, entre este espacio de perdición santiaguino y el de la «ciudad-puerto» hay conexiones que se le escapan a los buenos ciudadanos de la ciudad. Hay un imaginario que conecta un espacio con el otro, en una suerte de continuidad existencial con su lógica particular e inexorable.


La decisión cae por su propio peso, la atracción imaginaria es más fuerte que las racionalizaciones: “Una mañana, contrariamente a lo normal, me levanté muy de madrugada: había resuelto mi viaje a Valparaíso, mi soñado peregrinaje en persecución de la prostituta errante. ¿Pensaría en mí Olga?” (Méndez Carrasco, 1992: 71) Para llevar a efecto esta travesía, no se escatima en recursos, incluso el empeño de lo poco que quedaba en la casa materna. Empieza el viaje y, como todo viaje, tiene su lugar de arribo:


Y abrí tamaños ojos. Valparaíso acogió mi garganta con desesperación. Me sentí tambalear. Allá arriba, no muy alto, estaba el Cerro Barón, negro y sucio como prostituta callejera; a mis pies el gasómetro; hacia el lado de Viña del Mar, hileras de capachos carboníferos, cruzando el cielo en pos del oscuro cerro. Desde el sucio malecón vaciaban su negra carga los vapores mercantiles, carbón que iba acumularse en la colosal barriga del gasómetro porteño.(Méndez Carrasco, 1963: 75)


La descripción pone en realce la «ciudad» sucia y amenazante, dejando el espacio del puerto en una lejanía, como un lugar que habría que mantener a prudente distancia. No olvidemos que el Chicoco Escudero es oriundo de Valparaíso y, obviamente, lo primero que hace es recorrer las calles, física y mentalmente. Y lo que se describe y muestra, en lo general, es el barrio Almendral y la Plaza Echaurren; luego, los cerros La Cruz y el Litre, cerros proletarios, espacios diferenciales, pues difieren de la clásica postal imaginaria de Valparaíso, en donde los cerros Alegre, Concepción, entre otros, son los que tienen la mayor presencia, y en este relato están ausentes.


Los recuerdos se agolpan, y en ellos la ciudad se va inventando e imaginando. Después, la irrupción del espacio de los lenocinios, la casa de «La Flor de Té». Allí se hace patente las conexiones subterráneas entre el mundo de la bohemia santiaguina con la porteña. Pero el objetivo del viaje es una búsqueda:


“En el nuevo día, recordé la sugerencia de la Flor de Té. ¿Qué papel jugaba Olga en Caleta Jaime? Con anterioridad, ¿por qué había tenido una corazonada respecto de la presencia de la muchacha en ese lugar?
“Lo mejor es irse al grano”.
Hacia allá dirigí mis pasos. Diagonalmente crucé el barrio Almendral: Colón, Retamo, Independencia, Uruguay, Olivar, Victoria, Pedro Montt y Avenida Francia. En mi frente, captaba las ondas heladas que vienen del Océano Pacífico.” (Méndez Carrasco, 1963: 83)


El mapa se nos hace ajeno, ese espacio ya no existe como tal, pero lo podemos imaginar. La descripción del lugar es patética, está fuera de lo que actualmente se podría establecer como el «imaginario porteño instituido», pero algunos indicios se nos hacen familiares:


La Caleta Jaime era pobrísima; le goteaban las hilachas de la vida. Pero estaba ahí serena, arrugada y altiva ante el oleaje iracundo del Océano Pacífico. ¿Pobrísima? ¿No se transportaba hacia Santiago y alrededores cajas completas de pescados y mariscos? Todos esos regios comestibles, ¿no iban a adornar las mesas de ricos y humildes? (Méndez Carrasco, 1996: 85)


La descripción sigue dando cuenta de un espacio de miseria y marginalidad, una realidad que escapa a la posibilidad de representación desde una «normalidad» determinada:


En rápida visión, notábanse a atorrantes inclinados hacia el vicio, muchachada desaseada, mujeres fatigadas por el aire salobre y frío, grupos de vagabundos; siete u ocho hombres muy andrajosos; habían hecho rueda en las cercanías de un falucho carcomido. Algunos estaban borrachos, otros entonados y no pocos fétidos a orines viejos. Jugaban chupe. De entre ellos, sobresalía una mujer: desgreñado el cabello con gruesas piernas rojizas, sucia, ojos desorbitados, manos costrosas, descalza, falda cortísima y entreabierta. Era la “vedette” del conjunto.
– ¡Ya, pus huevón oh! No hagaí trampa. ¿querís que te cague la guata? (Méndez Carrasco, 1992: 85)


Se podrá adivinar que ella, esa «vedette», era Olga:


“Se acercó. Los granujas y los pillos no dijeron nada. Tal vez algunos rieron. Otros, en pensamiento, opinaron que pediría dinero. Seguía, en cortos pasos, caminando hacia mí. Yo estaba estático, detenido, crédulo e incrédulo.
— ¡Schips! ¿Qué hacís aquí?
— ¡Quería verte, Olga!
— ¿Y qué sacaí?
Como le mantuviese la vista con firmeza, se aproximó un poco más. Había envejecido en años; tenía fuerte olor a cebolla, vino y miseria. Su dentadura, otrora casi blanca, se veía cariada, amarillenta y negra en intervalos. Sin preocuparse de que la observaran, se rascó la cabeza.
— ¡Olga!
— ¡Qué huevada de Olga!” (Méndez Carrasco, 1992: 87-88)


El espacio imaginario del puerto no se presta para la cita romántica ni para la postal cursi, incluso, la negación del nombre propio da cuenta de esa fuga en la que Olga se ha desterritorializado. La grieta de la existencia se manifiesta como una herida que no deja de supurar, aunque no se sepa de ella. Es como si la vida en el puerto gastara los cuerpos y erosionara las almas, como si en este lugar, y en todo lugar como éste, la vida tuviese esa impronta de estar siempre en juego, y al mismo tiempo, que fuese a durar para siempre.


Después del brutal choque con la realidad, el momento del vagabundeo sin rumbo por la ciudad, salir del espacio del puerto y entrar en el de la ciudad, y todo lo que ello implica, y por supuesto, la farra nocturna en lo de «La Flor de Te», luego, el inevitable retorno. Pero el paisaje de la ciudad-puerto seguirá ligado al devenir de los bajos fondos santiaguinos.


Esta relación que hay entre la Olga y el Chicoco Escudero da cuenta de diferentes líneas de intensidad que, a pesar de proceder de un mismo espacio, en el que se saben fuera de la normalidad, difieren en su modo de autoconstitución. Ellos lo saben: “No creo que haya nacido bajo signo fatal. Sin embargo, extraña inclinación me guiaba hacia caminos ilegales, caminos que dejaron un estigma en mi psiquis” (Méndez Carrasco, 1996: 7); éste es el saber del Chicoco Escudero, pero este saber, que también es un deseo, se constituye a contrapelo de la culpa y de los dispositivos disciplinarios que determinan la legitimación de la sociedad: “Al ser el deseo un dispositivo, el deseo se confunde estrictamente con los engranajes y las piezas de la máquina, con el poder de la máquina” (Deleuze y Guattari, 1990: 81). En el acoplarse a esas máquinas sociales, el deseo se hace parte el movimiento intensivo de constante desterritorialización del sí mismo en un espacio otro, como lo es «el puerto».


El Río: o la fuga sin salida


De Alfredo Gómez Morel haremos uso de su obra El Río. Ésta es un testimonio crudo y realista de los más marginales habitantes de la ciudad de Santiago, aquellos que sobreviven en los márgenes del río Mapocho, río que corta a la ciudad de Oriente a Poniente, corte que establece una frontera natural entre dos «mundos» dentro de la misma territorialidad. Los habitantes del «río» están al margen de estos dos mundos, desterritorializados y sumidos en una suerte de línea de segmentación radical que los aparta, incluso de la incipiente proletarización de la sociedad.


Niños y jóvenes que abandonan sus hogares en los que viven al borde de la miseria e inmersos en una violencia intrafamiliar que se cierne como amenaza constante y abrumadora. Delincuentes que se autoexilian en un territorio de nadie para huir de la amenaza de la Ley y el orden. Vagabundos que renuncian a las comodidades de una familia en las que se sienten descolocados y marginados, o de las instituciones de beneficencia que al mismo tiempo de acogerlos los someten a normalizaciones sociales para mantenerlos dentro de los controles político-sanitarios del Estado. En fin, seres que se sumergen en un sub-mundo violento con sus códigos y normatividades propias, en el que están sometidos a los avatares y ritmos de un no-lugar que son constantemente obviado y renegado por los habitantes del mundo «normal» y que bullen desde ambas riveras del Mapocho. Los autodenominados «choros», a los que, desde la teoría sociológica, se les ha conocido como el «lumpen», cuya característica principal es la de constituirse como subjetividades resistentes a los dispositivos normalizadores de la sociedad.


Texto marcadamente testimonial, desarrollado por un hablante que no escatima en desgarrase a sí mismo y a quienes lo rodean, en su afán de dejar una huella, una traza de sí mismo. Por lo menos una herida como testimonio de la miserable vida de una infancia abandonada a su suerte por una sociedad violentamente constituida, y una ciudad desvastada por el vendaval de las modernizaciones. Como él mismo señala en una carta que hace las veces de prólogo:


Mi caso nada tiene de extraordinario, Loreley. Fue la mía una vida vulgar como tantas otras. Sólo creo que sea singular el haber tenido valor para contarla. Y si en ella hubiese algo importante, creo que estaría en la lucha que libro conmigo mismo. A veces, con dolor, descubro que vuelvo a ser el mismo solitario inerme, el amargado de ayer, el destructor de otrora. (Gómez Morel, 1963: 10)


En este texto, el narrador también ha padecido el mundo relatado, situación que, desde una mirada crítica tradicional, la invalidaría como literatura. Pero, desde nuestra perspectiva, eso es precisamente lo que le da su valor político-literario, más aún, si consideramos que “la emergencia de lo literario corresponde al momento en que el texto se constituye a partir de la lectura que lo trama en una interpretación” (Rojas, 2003: 98), lo que quiere decir, para nosotros, que la calidad y la cualidad literaria de un texto se lo da la lectura que de él se haga, al instalarlo como un devenir intensivo de una lengua menor, situación desde la que se pondrá en relación con el cuerpo del campo literario como tal. Además, en el acto de la escritura, en textos como éste, se pone en juego la materialidad misma del lenguaje, y en este acto, en tanto se produce un desplazamiento de los cánones, se establece una relación de minoridad con la lengua dominante, poniendo en escena la heterogeneidad de la lengua misma.


Además, el narrador/autor no busca redimirse, ni dar lecciones moralizadoras, tan sólo dar cuenta de un realidad que no se ha querido mirar; él mismo lo explicita en la carta-prólogo: “Sigo siendo brusco, vanidoso, violento, y destructivo […] Se que sólo he dejado de ser ladrón, más no por eso soy un buen o mal chico […] Estaba empeñado en ganar mi guerra…” (Gómez Morel, 1963: 15). Y este texto sería la instalación de ese campo de batalla.


Pero como todos los ríos van a dar al mar, de alguna manera «El Toño», uno de los tantos nombres que llega a tener el personaje de esta novela, también llega a Valparaíso. Esto acontece desde el momento en que El Toño es expulsado del río, expulsión que implica una degradación moral ante una falta grave o una mácula que hace impresentable al individuo dentro del grupo:


“Se me acercó el Medio Te:
— Toño: tenís que ílte pa’l Cauce. Aquí no te poís queal más.
Con él habían venido varios más. Me miraron. Me punzaron con los ojos. Fui mirándolos de a uno por uno. Vi el mismo desprecio que había notado en Panchín. Mientras recorría el círculo, con el labio inferior estirado me demostraban algo como asco. Estaban mudos. No decían nada y eso era lo que me resultaba más doloroso: se reían.” (Gómez Morel, 1963: 205)6


Aquí es donde opera el nivel semiótico de los códigos del hampa. Estar en el «río» es un derecho que se adquiere y que debe ser sostenido respetando el código. El «Toño» había faltado a una norma, se las había dado de «guapetón», había perdido, y el «Cafiche España», enemigo del jefe de los pelusas y choros del río, lo había raptado, maltratado y violado sistemáticamente por tres días seguidos. Cuatro semanas demoró su recuperación y después de eso la expulsión al «cauce»; “Allí viven los niños que por cualquier razón abandonan su hogar y al ir al río se asustan tanto que éste los rechaza” (Gómez Morel, 1963: 197), y estando allí quedaban a disposición para la satisfacción del hambre sexual de los «pelusas» del río. Eso se le hace insoportable a El Toño.


Entonces, después de deambular por las calles y estadías en prostíbulos huye lo más lejos que puede, donde nadie sepa nada de él y llega a Valparaíso; “A los tres días, en las horas de la tarde, llegué al Puerto. No lo conocía. Caminé mucho, dormía en los pajares. Vagué por las calles y plazas” (Gómez Morel, 1963: 215). Una vez más el puerto se hace presente como un lugar por donde caminar y vagar sin rumbo fijo, una manera de sumergirse en el anonimato para lavar una falta, una manera de devenir imperceptible.


Como el «pelusa» sólo sabe robar, y algo dentro de él lo impulsa a hacerlo, pronto cae detenido en la Cárcel Pública de Valparaíso. Primero es bien recibido, las conexiones subterráneas también se hacen presentes, pero el código delictual se impone, y las determinaciones de este imaginario compartido se hacen inexorables. El recibimiento amable se transforma en sanción:


Todo marchó bien hasta el domingo siguiente. Cuando los delincuentes adultos regresaron de conversar con sus familiares, se sabía todo: ’Toño, tenís que lavál lo platos. El gil que descanse’ –me ordeno el jefe de carreta. Me quitaron la cama que me habían prestado: ‘Tenís que dolmíl junto al guatél’. (Gómez Morel, 1963: 218)


La sanción del imaginario es ineluctable, y la lejanía del puerto no es suficiente. Se repite otro rasgo definitorio del imaginario de lo porteño, como el lugar donde se va a pagar una falta, a expiar una culpa, pero la dura facticidad de lo real impide que eso logre llevarse a efecto. Los esfuerzos del «Toño» para lograr validarse fueron enormes, hasta que consigue que se le reconozca como uno más dentro del grupo y pueda retornar al «río». Pero la mancha de su falta lo acompañara durante un largo tiempo.


Un rasgo destacable de esta novela es que en ella se hace evidente un devenir anómalo de la lengua, como ya lo habíamos enunciado, una resistencia del habla que se empeña por hablar mal la lengua, como una forma de diferenciarse del mundo que los rechaza y los estigmatiza. Esto se hace patente en el juicio de aceptación del Toño en la comunidad del «río»:


Caurito: parece que habís sío como tóos nosotros. Tóos empezamos así. Te vaí a queál con nosotros, pero no creái que pol eso vái a sél como nosotros. Tení que pasál mucho tiempo toavía. Te ‘ejamos polque paresís un desamparáo. Pero tenís que prometél una cosa…
— Lo que ustedes quieran.
— Hablaí muy ajutráo. Tenís que empezál a hablál como noóosotros, ¿oíste?
— Güeno
— Ya cáuros. Ahúra contemos cuentos. Se acaó el cahuín
Todos los chicos se me acercaron. Varios me pusieron la mano sobre el hombro. (Gómez Morel, 1963: 133-134)


El habla determina una territorialización colectiva fuerte de un devenir intensivo que se constituye en la fisura del «río», desde esta habla se conforma una lengua menor como una manera de poner en jaque a la lengua madre, pues, no hay tal «lengua madre», sino la lengua del poder, una forma de salir de la condición de oprimido a la que están determinados, así se delata en polilingüísmo propio de toda lengua:


“Servirse del polilingüismo en nuestra propia lengua, hacer de ésta un uso menor o intensivo, oponer su carácter oprimido a su carácter opresor, encontrar los puntos de no-cultura y de subdesarrollo, las zonas de tercer mundo lingüísticas por donde una lengua escapa, un animal se injerta, un dispositivo se conecta.” (Deleuze y Guattari, 1990: 44)


La contigüidad que se da entre el «río» y el espacio de «lo porteño» configura el lugar desde donde emergen líneas de fuga que traspasan los límites geográficos y que delimitan espacios otros a los de la vida cotidiana legitimada.


Sombras contra el muro, el punto de fuga como utopía imposible


Finalmente, pero reconociendo que esta selección es provisoria y no pretende agotar los textos posibles de ser analizados desde la mirada puesta en juego, introduciremos la novela de Manuel Rojas Sombras contra el muro, de 1964, por considerar que en este libro y, en general, en toda la obra de Rojas se presenta la realidad de los individuos trashumantes, los vagabundos, los nómades que se resisten permanente y porfiadamente a la «proletarización», inducida desde los diverso agentes del Estado. Sujetos dispuestos a dejarlo todo, a abandonar toda seguridad burguesa, lo familiar, lo laboral, lo sentimental, etc, en favor de una libertad que es más vivida que conceptualizada, que les nace desde el fondo de las entrañas y se plasma en una testaruda y estoica negativa a sentar cabezas y a asentar sus cuerpos en algún lugar fijo. Un devenir minoritario que ya ha desaparecido.


Los personajes de sus novelas no son, en estricto rigor, los que venden su fuerza de trabajo por un salario, sino más bien aquellos que reniegan del trabajo, en tanto factor de dominación del individuo. Si trabajan, lo hacen esporádicamente, por una necesidad transitoria, determinada porque “uno tiene huesos, tejidos y músculos y esos malditos músculos, tejidos y huesos necesitan alimentarse y desentumecerse” (Rojas, 1954: 91). En Manuel Rojas comparece el devenir de la línea «anarquista» de subjetivación, flujo de fuerzas políticas que están sumidas en un subsuelo e invisibilizadas por el capitalismo mundial integrado.


Si bien es cierto Manuel Rojas es un autor reconocido en el campo de la literatura nacional, pensamos que en su obra hay un coeficiente de minoridad, en la medida en que sus novelas hablan de los «nómades urbanos», aquellos que más bien pertenecen (si es que pertenecen a alguna categoría) a:


[…] las tribus que prefieren los ganados a las hortalizas y el mar a las banquetas del artesanado y cuyos individuos se resisten aún, con variada fortuna, a la jornada de ocho horas, a la racionalidad en el trabajo y a los reglamentos de tránsito internacional, escogiendo oficios –sencillos unos, complicados o peligrosos otros– que les permiten conservar su costumbre de vagar por sobre los trescientos sesenta grados de la rosa, peregrinos seres, generalmente despreciados y no pocas veces maldecidos, a quienes el mundo, envidioso de su libertad, va cerrando poco a poco los caminos. (Rojas, 1954: 16)


Dicho esto, Sombras contra el muro sería el texto que daría un soporte más concreto a la decisión de considerar esta constelación imaginario-conceptual como una «punto de fuga», en el sentido de que Valparaíso, el espacio imaginario de la «ciudad-puerto», se instituye como una salida que les permite a los personajes la ilusión de poder huir de las condiciones de miseria, opresión y coacción en las que se hallan inmersos en la urbe capitalina tercermundista. Esto lo consideramos siguiendo la caracterización que hacen Deleuze y Guattari de la línea de fuga. Según los autores hay que entenderla en el siguiente sentido:


La línea de fuga señala a la vez la realidad de un número de dimensiones finitas que la multiplicidad ocupa efectivamente; la imposibilidad de cualquier dimensión suplementaria sin que la multiplicidad se transforme según esa línea; la posibilidad y la necesidad de distribuir todas esas multiplicidades en un mismo plan de consistencia o de exterioridad, cualesquiera sean sus dimensiones. (Deleuze y Guattari, 2008: 14)


Le hemos llamado «punto de fuga» y no «línea», considerando que la dimensión imaginaria del puerto de Valparaíso es un punto dentro de las multiplicidades que se abren en el devenir minoritario, punto que sería una entrada posible a la intensidad de una «línea», en tanto nada asegura que se constituya por sí misma como un plano de consistencia posible, a menos que se haga un ejercicio constante de desarticulación del orden de la experiencia en la que un individuo se enfrenta con la realidad, a partir de la manera como se determina la subjetividad7 . Hacia Valparaíso huyen los compañeros anarquistas que se han metido en líos con la policía. Así el caso de «Don Teodoro», un peluquero, quien era uno de los pocos anarquistas que tenía un domicilio fijo, por lo tanto, siempre que había algún lío, la policía lo iba a buscar allí: “Don Teodoro echaba algunas puteadas y protestaba, pero, al fin, dejaba la máquina o la navaja, y seguía a los agentes.” (Rojas, 1964: 43) Cuando se cansa de esto, su único punto de fuga es Valparaíso:


“En Valparaíso se declaró fugitivo de la justicia burguesa, dijo que quería vivir escondido y los compañeros le buscaron un escondite. Resultó que de todos los anarquistas y simpatizantes ardientes o tibios del Puerto, el que vivía más lejos y en un lugar solitario era El Filósofo. Una comisión fue a buscarlo y lo hallaron en las arenas de la caleta de El Membrillo en los momentos en que explicaba a Aniceto sus ideas acerca de los ideales políticos y sociales que conocía.” (Rojas, 1964: 43)


Otra característica de este texto es que, de las tres novelas tratadas, es en ésta en la que la imagen que se hace de Valparaíso tiene algo de acogedor, en el sentido de un refugio en donde guarecerse, pero con una precariedad que no se distingue de los otros casos. Un lugar de encuentros clandestinos que se constituyen en complicidades y que permiten guardar secretos comprometedores: “Se toca el vientre, mira a Aniceto, que descubre, gracias a ese movimiento, donde lleva el arma, y le dice, apuntándole con el dedo: –A usted lo conocí en el Puerto.” (Rojas, 1964: 57-58). La conexión se establece como una complicidad sobria, sin dramatismo.


Además, en este texto aparece fijado el paisaje costero, como un guiño a la condición de «puerto» más que a la de ciudad de Valparaíso:


El Maquinista encendió un cigarrillo: llegaba a la estación de Viña del Mar y el Puerto estaba un poco más allá; los rieles que van de Viña del Mar hasta Valparaíso, casi por la orilla misma del mar, tocando las olas, brillaban con las luces de la carretera que corre al lado . (Rojas, 1964: 165)


En este contexto, aparece el Puerto como un lugar desde donde surgen seres que alcanzan un rango mítico:


Montero, el anarquista de Valparaíso, la fiera de los sindicatos, cuando tuvo un hijo no quiso bautizarlo ni pasarlo por el Civil; lo llamaban Bakunín no más; pero la mujer, que es católica a escondidas, lo bautizó para callado y lo pasó también al Civil; quiso dejarle el nombre con que su compañero llama al chiquillo y le dijo al Civil que se llamaría Bakunín; el oficial, sin que ella lo supiera, le agregó algo y el niño está hoy registrado como Bakunín de la Mercedes Montero Tureiplan. (Rojas, 1964: 144)


Esto estaría dando cuenta de la impronta que Valparaíso tiene como un espacio en donde el individuo puede relajarse de las coacciones sociales y culturales que lo sujetan, en donde una persona puede ir a desubjetivizarse. Salir de sí misma, pero como toda salida es una entrada, este punto de fuga implicaría la posibilidad de montarse en un devenir que no excluye la aniquilación. Quizás sea en esta novela de Manuel Rojas, sin desmerecer sus otras obras, en donde quede explicitado de manera más certera aquello que señala Salazar con respecto de la resistencia al proceso de proletarización al que fue sometido el bajo pueblo de Chile en la primera mitad del siglo XX:


La inauguración política de la ‘lucha de clases’ en Chile redujo y estrechó la base social e histórica del proyecto popular. Se operó desde una base mínima (el contrato proletario), aunque extrema; aislada, pero dramática, cuya salida estratégica (la ‘conquista del poder’) y táctica (la huelga) dejaban un largo trecho entre los objetivos políticos (máximos) y los frentes de lucha inmediata (las faenas).” (Salazar, Pinto y Duran, 1999: 150)


Aquí estaría el índice político que daría cuenta de esa conflictividad inmanente a la constitución de la literatura menor, en tanto ésta se constituye a contrapelo, por debajo, en las fisuras, del discurso hegemónico. Proceso que va de la mano de las continuas avalanchas modernizadoras que son promovidas desde el Estado, con el auspicio de la clase oligárquica y del capital financiero extranjero dominante del momento.


Cierre (in)conclusivo

Estas novelas fueron escritas en fechas relativamente cercanas unas de otras y refieren a la realidad política, social y cultural de la primera mitad del siglo veinte. Este primer alcance no es menor, por lo menos por dos grandes razones que son fundamentales para nuestros propósitos.


Por un lado, esto da cuenta de un momento en el que diferentes autores están siendo testigos y actores, desde sus particulares miradas, de la manera cómo se han ido construyendo los diferentes imaginarios de los grupos sociales marginalizados y marginales que han estado en pugna con el orden social.


Estos imaginarios, que hay que entenderlos como las matrices de sentido que sustentan toda la estructuración de lo real, están cruzados por las fuerzas y tensiones sociales que han marcado el cuerpo de estos sujetos, pero que además han dejado unas huellas e indicios, una grafía desde donde rastrearlos. Así, el imaginario se constituye en relación con una resistencia, pero “no se trata de libertad por oposición a sumisión, sino solamente de una línea de fuga; o más bien, de una simple salida “a derecha, a izquierda, a donde fuera, lo menos significante posible.” (Deleuze y Guattari, 1990: 16)


Así nos hemos sumergido en los lugares más marginalizados de la sociedad, en donde el lumpen ha construido una sociabilidad en directa confrontación con los valores burgueses de culto al trabajo y auto-conservación. Siguiendo a Marco Chandía, el elemento identitario de la cultura popular de Valparaíso, lo que él llama el «otro Valparaíso», tiene como rasgos definitorios “La fiesta, el banquete (comilona y tomatera) y el amor” (Chandía, 2004: 172), y en el que se establece un estilo de vida“ opuesto a la urbe tradicional como el que se vivencia, por ejemplo, en Santiago” (Chandía, 2004: 173), lo que se condice con nuestra intención de considerar a Valparaíso como un «punto de fuga», a partir del cual reconocer una constelación imaginaria de sentidos.


También hemos visitado los bajos fondos, en donde dominan las mafias y los proxenetas, seres abyectos, pero no exentos de cierta picardía y humanidad. Hemos podido sentir el pathos de los grupos sociales que se resistieron de manera sistemática y subterránea a la proletarización. Junto a ella, todo el segmento «popular», que no necesariamente adscribe a los valores del proletariado, pero comparte un espacio simbólico y topológico en la estructura social.


Pero, además, y éste es el objetivo central del presente ensayo, estos textos nos han permitido sino reconstruir, por lo menos encontrar indicios que permitan dar cuenta de una constelación imaginaria que proyectaba Valparaíso, como ciudad-puerto, en los sectores más bajos de la sociedad chilena. De manera tal que esta imagen de «lo porteño» era portadora de un índice de emancipación, que más allá de ser efectivo, movilizaba las energías y las fuerzas de estos sectores sociales, y en ese sentido consideramos a esa constelación un punto de fuga.


Por otra parte, este imaginario de «lo porteño» está marcado fuertemente por una impronta escatológica, en el sentido de ser un espacio en donde arrojar las faltas y las culpas, en donde buscar la posibilidad de redención de los errores y pecados cometidos. También es un lugar violento, un campo de batalla, en donde la dura facticidad de la realidad del Puerto choca con la rudeza del devenir de la ciudad, haciendo de esto un constructo complejo, difícil de asir, doloroso de vivir. Así adquiere sentido la perspectiva de la «minoridad» y de la literatura que pueda emerger desde esta condición:


“Las tres características de la literatura menor son la desterritorialización de la lengua, la articulación de lo individual en lo inmediato-político, el dispositivo colectivo de enunciación. Lo que equivale a decir que ‘menor’ no califica ya ciertas literaturas, sino las condiciones revolucionarias de cualquier literatura en el seno de la llamada mayor (o establecida).” (Deleuze y Guattari, 1990: 31)


En las tres novelas, en mayor o menor medida, estas características se hacen presentes, toda vez que, a pesar de que en el último tiempo han sido tema de lecturas académicas y han sido ingresadas al canon de la «literatura nacional, aún arrastran consigo estos rasgos, que no tienen tanto que ver con los contenidos, sino, más bien con una potencia subyacente en la manera cómo trabajan con la materialidad del lenguaje, en su precariedad. Esto hace que se hagan ingresar experiencias y realidades que hacen confundir la realidad de la ficción, y en este juego lo que queda en evidencia es el carácter ficcional de la representación de lo real por parte de la subjetividad.


¿Por qué estos textos y no otros?, esta pregunta que legítimamente es posible hacerla, no es fácil de responder. En primer lugar, porque estos textos no están dentro de la tradición de la «gran literatura» chilena, son más bien textos marginales, y como tales, por su condición de estar en una zona límite y fronteriza, entran y salen, arrastrando su índice de emancipación. Textos que han permanecido en un relativo anonimato y que nos permiten implementar una estrategia de lectura más suelta y menos comprometida con los cánones clásicos mediante los que se ha leído y estudiado tradicionalmente a la literatura chilena. Literatura que ha sido, siguiendo a Patricio Marchant, mal leída o no leída, pues lo que no se ha querido ver en ella es la «catástrofe» de la historia nacional, que de alguna u otra manera, está presente en la literatura chilena: “Catástrofe política –vale decir, integral- chilena, parálisis” (Marchant, 2000: 213 y ss.). Pero, puesto que:


“es la literatura la que produce una solidaridad activa, a pesar del escepticismo; y si el escritor está al margen o separado de su frágil comunidad, esta misma situación lo coloca aún más en la posibilidad de expresar otra comunidad potencial, de forjar los medios de otra conciencia y de otra sensibilidad.” (Deleuze y Guattari, 1990: 30)


Es en la literatura en donde se han de buscar los indicios que permitan comprender el estado de catástrofe en el que hemos siempre estado, y es por eso que en estos autores y en sus textos se han buscado las señas que nos permiten leer de manera intertextual los cruces entre los imaginarios de los diferentes grupos sociales que han protagonizado y padecido, en diferentes niveles, el devenir de la historia nacional.


De ahí que hemos hecho uso de la categoría de «literatura menor», como un ejercicio táctico de lectura que nos ha permitido deshacernos de las adherencias que poseen los modos tradicionales de hacer y escribir literatura. Un uso intensivo de la lengua, entendiendo «intensivo» como “todo instrumento lingüístico que permite tender hacia el límite de una noción o rebasarla, señalando un movimiento de la lengua hacia sus extremos, hacia un más allá o un más acá reversibles” (Deleuze y Guattari, 1990: 38). Desde esta noción hemos realizado el ejercicio de ir mostrando cómo una literatura se produce en el lugar desde donde un pueblo se constituye a sí mismo. Es en ese ejercicio de hacer uso de las lenguas, y de ponerlas en tensión, de irlas confrontando y, de cierta manera, descontruyendo, es que un grupo humano crea los referentes políticos e imaginarios desde los cuales darse sentido a sí mismo.


Notas


1 Para la noción de «constelación» remitimos a la obra de Gilbert Durand, quien la ha desarrollado como una manera de aproximarse a la comprensión de la función imaginaria de la psiquis y de sus productos culturales y de pensamiento. Cf.: Durand, 2000.

2Estos autores, para establecer una diferenciación entre los diversos estratos de una lengua, hacen referencia al modelo tetralingüistico de Henri Gobrad; a partir de esto distinguen entre “la lengua vernacular, maternal o territorial, de comunidad rural o de origen rural; la lengua vehicular, urbana, estatal o incluso mundial, lengua de la sociedad, de intercambio comercial, de trasmisión burocrática, etcétera, lengua de primera desterritorialización; la lengua referencial, lengua del sentido y de la cultura, que realiza una reteritorialización cultural; la lengua mítica, en el horizonte de las culturas y de la reterritorialización espiritual o religiosa. Una lengua menor sería aquélla que desde esta misma matriz haría vibrar a la lengua hasta el límite de su desarticulación, hasta lo in-audito. Cf. Deleuze y Guattari, 1990: 39 y ss.

3 Esta expresión la utilizamos a partir de la distinción que hace el crítico literario Raúl Silva Castro, en relación a una literatura que se constituye desde la contrastación entre el modo de vida burgués y la «vida de los bajos fondos». Dicha forma literaria se remonta a la novela El roto de Joaquín Edwards Bello (1920). Cf. Silva Castro, Raúl, 1961: 295 y ss. Postulamos que en la tradición de la literatura chilena, este tipo de registro ha sido desestimado y mal leído y se ha ido determinando como una literatura menor

4 La siguiente novela de Mendez Carrasco, Cachetón Pelota (1970), en su dedicatoria y en el inicio de la trama la figura de Olga es el nexo entre una historia y la otra.

5 Cf. al respecto el libro de Massimo Cacciari El Archipiélago (1999), en el cual trabaja sobre y desde la tensión originaria del espacio del puerto, el Pireo ateniense, con respecto a la polis, tensión que cruza la conformación de la ciudad moderna.

6 Mantendremos la grafía del texto original, que transgrede las normas establecidas por el correcto uso de la lengua cultural hegemónica.

7 Sergio Rojas señala con respecto a la relación entre el orden de la experiencia del mundo y el pensamiento: “Pero el pensamiento no deja de ser nunca, al mismo tiempo, una relación con lo otro que el orden (que es siempre, en cada caso, ‘este’ orden). En este sentido, el pensamiento desarrolla […] un examen crítico de lo que se impone como existente para e individuo contra el individuo en la experiencia…” Rojas, 2003: 232. Sería en el arte en general, y en la escritura en particular, desde donde esta relación se haría más «crítica».



Bibliografía


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Deleuze G. y Guattari, F. (1990). Kafka. Por una literatura menor. México D.F.: Era.

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Silva Castro, R. (1961). Panorama Literario Chileno. Santiago: Editorial Universitaria.












Discursos/prácticas Nº 3 [Sem. 1] 2010
[42 - 64]


Braulio Rojas Castro braulio.rojas.castro@
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Recibido:
25/05/2009

Aceptado:
22/07/2009





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