Barthes, Roland (2009) Diario de duelo. México: Siglo XXI. 273 pp.

ISBN: 978-607-03-0072-1

 

Toda expectativa de hallar por fin aquí, en este libro póstumo o “hipótesis de libro” -según la definición de la editora Nathalie Léger- al individuo transparente cuyas confidencias fueran sutilmente escatimadas en otros textos de sus años postreros, acabará defraudándose en virtud del empecinamiento de un Barthes que ni siquiera dolido, bajo el fuerte influjo de una pérdida, se decide a colgar los guantes de la crítica, o a desistir de un examen distanciado y desconfiado de sus propias alteraciones yoicas. En Diario de duelo, la muerte de la madre -Henriette- no conlleva por fuerza la resurrección del autor. Esta serie de fragmentos escritos entre el 26 de octubre de 1977 y el 15 de septiembre de 1979 mantienen esa relación al menos tensa con la identidad del cuerpo que escribe, ya obscurecida y complejizada en el precedente Roland Barthes por Roland Barthes, de 1975, donde el semiólogo francés había puesto un grueso velo de ficcionalidad sobre su “persona”: “Todo esto debe ser considerado como algo dicho por un personaje de novela -o por varios [...] La sustancia de este libro es pues, a fin de cuentas, enteramente novelesca” (p.131).


Si bien el diario barthiano propende de cuando en cuando a cierto reencuentro con el intimismo biográfico, o con el registro tan sólo documental de unas experiencias desprovistas de cualquier movimiento secundario de reflexión (“4 de noviembre. Esta noche, por primera vez, he soñado con ella; estaba acostada pero nada enferma, con su camisón rosa comprado en un supermercado...”), lo que se impone a través de sus páginas es la actividad puntillosa de alguien todavía proclive a los desenmascaramientos de las viejas Mitologías. Sin abandonar -como reza una traducción española de Terry Eagleton- su estilo “chic, juguetón, neologístico”, ni permitirse tampoco ahora “escribir mal una frase”, como sugiere Christopher Domínguez después de haber leído hasta “el más perezoso de sus proyectos de seminario”, Barthes parece tener como principal blanco de su empeño desestabilizador, mitológico, a las concepciones psicoanalíticas del duelo, que en el caso presente se revelan inoperantes, al punto en que el título pudo perfectamente trocarse por el de Diario de “aflicción”, un término extraído de Proust y diferenciable de las más habituales categorías desarrolladas desde Freud. No es, en efecto, el “sol negro de la melancolía” -para emplear la fórmula que Kristeva tomara de Nerval- la mejor manera de describir acá el estado emocional del hijo afligido, sino un dolor que se juzga irreductible al Saber, el duelo en “su régimen de crucero” (p. 113), un “tipo nuevo” que acaso sea otro de los nombres para la literatura (pp. 193-195). La aflicción proustiana, a veces extremada por la “acidia” o “sequedad del corazón” (p. 130), comporta un desinterés por el mundo, por los viajes y la vida pública, que quizás la acerquen al diagnóstico de un pedestre cuadro depresivo, aunque enseguida dicho parentesco se desvíe, singularice y retrotraiga a la misma persistencia de las operaciones críticas y de los hábitos de lectura manifestados por Barthes: su renuencia a la doxa y al lugar común (la estupidez de Le Monde, los estereotipos sociales de un cóctel e inclusive el “estatuto [teórico] de la madre”), y su permanente deseo de regresar a la casa familiar, deseo que resulta correlativo de una consabida predilección por la lengua materna y la literatura francesa. 


Claro está que no es el cientificismo de la etapa estructuralista lo que guía la reflexión en comento. En lugar de esquemas y rigor lingüístico, campea nuevamente -como en los demás volúmenes de su periodo “hedonista” iniciado en la década del '70- aquella improbable Ciencia de lo Particular, de lo Único (de cuño fenomenológico), que fuera característica del “último Barthes” (Jofré, 19...) y que tuviera por temas preferentes a la muerte y el amor, a menudo encarados mediante una escritura fragmentaria reconocible ya en El imperio de los signos, y luego en Fragmentos de un discurso amoroso, La cámara lúcida y el aludido Roland Barthes por Roland Barthes. En tal sentido, el diario se establece también como un amplio repertorio de paratextualidades e intertextualidades con el resto del opus que ocupaba por entonces al profesor del Collège de France, y a la vez, como una demostración de su “manía” por reescribirse o anunciar y esbozar futuros trabajos en una estrategia que a su tiempo comparó con la “prolepsis” de Gerard Genette (RB por RB, p.188). El lector, de esta forma, puede enterarse de la víspera de Vita Nova y La Chambre Claire, cumpliendo con uno de los rasgos que Hans Robert Picard estima típico del diario propiamente literario: la posibilidad de penetrar en el proceso “creativo” bajo la coartada del “mimetismo de la inmediatez” (118).


Pero hay un elemento adicional que comunica a este volumen recién publicado con sus notas sobre la fotografía y sus vacaciones semióticas en Japón. Se trata de esa búsqueda del satori zen, de la exención del sentido, de la fisura de lo simbólico, un eclipse de los códigos tenidos por la auténtica “religión autoritaria” de Occidente, un cese o “suspensión pánica del lenguaje” (El imperio de los signos, 100) que en los meses de aflicción se representa en la imagen de “mamá” despojada de “pose” y “metalenguaje” (p. 221), y en la escucha de una obra de Bartok que calma y sublima sin dejar de profundizar el dolor (p. 201).


Partes de Diario de duelo fueron dadas a conocer en Tel Quel. A la sazón, Barthes bosquejaba además los cursos sobre “Lo neutro” y “La preparación de la novela”, y la conferencia denominada “Durante mucho tiempo me acosté temprano”. Los apuntes del diario, de acuerdo al breve prólogo de Léger, fueron escritos con tinta o lápiz, sobre papeletas cortadas en cuatro, y su redacción se llevó a cabo en París, Urt y Marruecos. En la edición final se han conservado tanto el título del fichero como su orden cronológico, agregando a pie de página datos bio-bibliográficos, más una división por capítulos que incluye “Algunos fragmentos no fechados”. El desenlace, si ha de entenderse lo leído como un relato, el del trabajo posterior a la pérdida, no implica la clausura del objeto amado ni el desasimiento de la libido; y más bien, hace entrever la cara más ominosa del Barthes “mitólogo” y “proléptico”: “Una mujer, a la que apenas conozco y a la que debo ir a ver me llama por teléfono (me molesta, me acapara) inútilmente para decirme: baje en tal estación del autobús, ponga atención al atravesar [...] Mi madre nunca me dijo nada de eso. Nunca me hubiese hablado como a un niño irresponsable” (p. 271).  
 











Discursos/prácticas Nº 4 [Sem. 2] 2010


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